“Bendito el que viene en nombre del Señor”
(Mt 21,9)
Hemos concluido el camino cuaresmal. Nosotros hemos llegado al momento culmen de este caminar. En este domingo contemplamos a Jesús entre vítores y alegría. Jesús llega a Jerusalén. Entra el Siervo dispuesto a cumplir una Misión. Es el Siervo que anunciaron los profetas.
A nosotros también se nos invita a salir de nuestras casas y ocupaciones para recibir al Siervo que llega a nuestro corazón. Nuestros oídos deben estar abiertos y nuestros corazones despiertos para este Encuentro con Jesús de Nazareth. Jesús va a asumir todas las muertes en su Muerte Santa. Nos encontraremos con quien se humilló hasta muerte y una muerte de cruz; con quien había dicho: “y cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Él es quien se merece que le dirijamos nuestras miradas.
Hoy contemplamos el relato de la Pasión del Señor. Una pasión que tiene sus protagonistas. Unos que se han declarado enemigos de Jesús. Otros que son sus discípulos. El Evangelista Marcos nos dice que “abandonándole huyeron todos” (Mc 14,50). Hoy, nosotros discípulos de Jesús, tenemos la alternativa de negarlo, traicionarlo y emprender la huida; o también de seguirlo como María hasta el pie de la cruz para vivir con él la Resurrección. Al iniciar esta Semana Santa aclamemos a Jesús como el Auténtico Hijo de Dios desde esa convicción de nuestra fe que renovamos en la noche de la Vigilia Pascual.
Celebrar la vida y la muerte de Jesús cuestiona nuestro propio camino cuaresmal: la aceptación y puesta en práctica de lo que vivimos en la Pascua de Jesús. Estamos llamados al servicio, a la entrega de nosotros mismos, a vivir la alegría desbordante de quien desde el corazón está abierto a la Palabra de Dios. La Semana Santa son días de oración, meditación, reflexión. Participemos activamente en este gran Misterio para que nuestras vidas se llenen de Dios y hagamos de nuestras vidas una Pascua Permanente.
No olvidemos que la pasión del Señor continúa el día de hoy. Son muchas las personas y los lugares que hacen realidad lo que vivió Jesús en sus últimos días terrenales. La lista de sufrimientos es larga, como la lista de las personas que hoy día sufren a causa de la injusticia de los hombres. Tengamos presente esta dura realidad al contemplar el relato de la Pasión de Jesús, al igual que debemos tener presente el compromiso para superar estas terribles situaciones de los niños abortados, los niños abusados y explotados sexualmente, los jóvenes que están en el viacrucis de la droga, las mujeres cabezas de familia, el desempleo, el olvido de los mayores y las víctimas de la eutanasia, entre otros dramas que vive la humanidad.
Nuestra invitación es a participar de esta Semana Mayor con los mismos sentimientos que tuvo Cristo. Él ha encarnado todo dolor humano. El domingo de Ramos tiene como un doble sabor: dulce y amargo; alegre y doloroso. El Evangelio de San Marcos que leemos antes de la procesión nos narra la entrada del Señor en Jerusalén, en medio de júbilo, alegría y aclamaciones a Jesús como El Rey por siempre esperado. Al mismo tiempo proclamamos el solemne relato de la Pasión del Señor escrito por el mismo Evangelista.
Nuestros corazones han de sentir ese mismo contraste ya que eso fue lo mismo que sintió Jesús en su corazón, el día que se regocijó con sus amigos y el día que también lloró sobre Jerusalén. No es un iluso que siembra falsas expectativas. Es un Mesías muy bien definido, con la fisonomía concreta del Siervo de Dios el gran paciente que ha compartido con nosotros el dolor humano.
Nuestro compromiso como discípulos misioneros ha de ser la escucha y seguimiento de su palabra. Él lo dijo claramente: “si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (16,24). Él nunca prometió honres y triunfos. Siempre advirtió a sus discípulos que la Victoria final pasaría por la Pasión y la Cruz. Para seguir fielmente a Jesús debemos hacerlo con hechos, no con palabras: llevar nuestra cruz con valentía, nunca rechazarla. Mirándolo a Él aceptémosla y llevémosla con valor cada día.
Los ramos no son un amuleto para colgarlo en las paredes para que nos sirva de reclamo a fin de exigirle a Dios intereses personales y para que ahuyente los males o las tempestades. El ramo que hoy llevamos en nuestras manos es el signo de una opción: somos de los que queremos gritar “hosanna” y no “crucifícale”. Somos de los que hemos optado por cargar con la misma cruz de Jesús y dar nuestra vida, como Él la dio por los pecados de toda la humanidad. El ramo es el signo de nuestra fe que colocamos en nuestras casas para que todos los que nos visiten digan: aquí vive un cristiano de corazón abierto disponible como Jesús a amar y seguir trabajando por la justicia y la paz.
Unidos a María Dolorosa acompañemos a Cristo en su pasión dolorosa. Ella, como Madre de la Esperanza y de la Pascua nos hará vivir gozosos la Pascua del Señor.
+Luis Felipe Sánchez Aponte
Obispo de la Diócesis de Chiquinquirá
Fuente: Diócesis de Chiquinquirá